por Ana Quiroga
Y
si me salgo de la obra, pensó Miranda, ¿y si renuncio? El taxi, a escasas
cuadras del teatro, doblaba con lentitud, casi con altivez, con la prudencia de
gestos que le exigían a las otras tres actrices. A ella no. De las cuatro, era
a ella a la que le tocaba arrancarse las lágrimas, vociferar de angustia, gemir
hasta estremecer al público, arrojarse al piso: vivir en la trastienda de la
pobreza y el ridículo. ¿Y si yo…? ¿Y si acaso…? Ciertas noches intentaba
esgrimir argumentos pero la mirada azul y piadosa del director la convencían
para que volviera en silencio a ocupar su lugar.
Empezar
de nuevo.
Miranda
bajaba los ojos y descendía a los infiernos de su papel otorgado. ¿Y por qué
ellas en cambio…? Pero las respuestas podían resultar tan dolorosas como las
líneas que le habían asignado. ¿Nos ves que se operaron? ¿Nos ves con qué
gracia son capaces de modular el tono de New York o de París? ¿Nos ves que son
más altas, que mueven los brazos como si fueran espigas meciéndose en el
viento? ¿Te has oído la voz, te has mirado la piel oscurecida, te has visto en
el espejo?
Miranda
no se había querido operar, se había negado a teñirse la melena, no quería
ponerse ropa de vanguardia, no sabía fingir acentos nuevos; se lo tenía
merecido.
Por
favor, ¡algo de humor! había rogado alguna vez pero todos se dieron vuelta y no
la vieron. No vieron a nadie, como si la voz hubiera aparecido sola entre
bambalinas. Los demás siguieron hablando entre ellos hasta el día del estreno y
los días que siguieron, un año tras otro, cada escena repetida, cada acto, cada
risa de las otras, cada lágrima de Miranda, ella tan cerca de la promiscuidad
del que fracasa.
¿Y
si yo…? Ni se te ocurra, con lo bien que le está yendo a la obra, con el tiempo
que lleva en cartelera. El taxi llegaba frente a la puerta del teatro, a la
exacta hora convenida, y Miranda, como todas las veces, sacaba el pie del auto
esperando un milagro, caminaba despacio hasta la puerta con sigilo, aguardando,
se mordía los labios para despertarlos y pensaba en alguna idea nueva que le
permitiera tener otra vida, inventarse otra historia, buscarse otro papel y,
por qué no, dejar de actuar.
Pero
nadie la entendía.