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martes, 14 de septiembre de 2021

Dejar de actuar

por Ana Quiroga

 

Y si me salgo de la obra, pensó Miranda, ¿y si renuncio? El taxi, a escasas cuadras del teatro, doblaba con lentitud, casi con altivez, con la prudencia de gestos que le exigían a las otras tres actrices. A ella no. De las cuatro, era a ella a la que le tocaba arrancarse las lágrimas, vociferar de angustia, gemir hasta estremecer al público, arrojarse al piso: vivir en la trastienda de la pobreza y el ridículo. ¿Y si yo…? ¿Y si acaso…? Ciertas noches intentaba esgrimir argumentos pero la mirada azul y piadosa del director la convencían para que volviera en silencio a ocupar su lugar.

Empezar de nuevo.

Miranda bajaba los ojos y descendía a los infiernos de su papel otorgado. ¿Y por qué ellas en cambio…? Pero las respuestas podían resultar tan dolorosas como las líneas que le habían asignado. ¿Nos ves que se operaron? ¿Nos ves con qué gracia son capaces de modular el tono de New York o de París? ¿Nos ves que son más altas, que mueven los brazos como si fueran espigas meciéndose en el viento? ¿Te has oído la voz, te has mirado la piel oscurecida, te has visto en el espejo?

Miranda no se había querido operar, se había negado a teñirse la melena, no quería ponerse ropa de vanguardia, no sabía fingir acentos nuevos; se lo tenía merecido.

Por favor, ¡algo de humor! había rogado alguna vez pero todos se dieron vuelta y no la vieron. No vieron a nadie, como si la voz hubiera aparecido sola entre bambalinas. Los demás siguieron hablando entre ellos hasta el día del estreno y los días que siguieron, un año tras otro, cada escena repetida, cada acto, cada risa de las otras, cada lágrima de Miranda, ella tan cerca de la promiscuidad del que fracasa.

¿Y si yo…? Ni se te ocurra, con lo bien que le está yendo a la obra, con el tiempo que lleva en cartelera. El taxi llegaba frente a la puerta del teatro, a la exacta hora convenida, y Miranda, como todas las veces, sacaba el pie del auto esperando un milagro, caminaba despacio hasta la puerta con sigilo, aguardando, se mordía los labios para despertarlos y pensaba en alguna idea nueva que le permitiera tener otra vida, inventarse otra historia, buscarse otro papel y, por qué no, dejar de actuar.

Pero nadie la entendía.