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sábado, 30 de octubre de 2021

La casa

 -¿Está segura de que la quiere comprar?

Estoy frente a la puerta de una pequeña casa de campo. Desde afuera no se nota lo espaciosa que es. He caminado hace unos minutos por detrás del dueño que abría ventanas, sacaba polvo y telas de araña. Es un solo cuarto de enormes dimensiones, dividido a la mitad por unas estanterías de madera oscura que casi llegan hasta el techo. A un costado está la cocina, del otro, el cuarto. Luego hay un baño. Eso es todo.

Desde la ventana del cuarto se ven las montañas, eso me ayuda a decidirme.

Le digo que sí, sin preguntarle por qué me lo dice. Se supone que tendría que estar entusiasmado por venderla. Cierra un poco los ojos y hace una mueca con la boca. Se quita de los dedos de su mano derecha los restos de tela de araña en el pantalón de trabajo.

La casa está rodeada por un jardín salvaje, lleno de plantas que no conozco. Hacia el lado del río, más allá de la calle de tierra, se ve un chalet color madera, semioculto detrás de unos árboles. El hombre mira hacia donde mis ojos se quedaron detenidos.

-Es de la maestra.

Despide por la boca un suspiro largo y luego camina hacia la tranquera de palos y alambre, a unos metros de la puerta. Al llegar a la tranquera, comienza a desatar los nudos que sostienen el cartel que dice ‘se vende’. Abajo hay un teléfono. Tuve que llamar más de tres veces hasta que una voz me atendió. Era la hija. Al decirle que era por la casa en venta, hubo un silencio.  

-¿Está segura entonces, doña?

Asiento con la cabeza, los ojos un poco cerrados porque los rayos del sol de la tarde me impiden tenerlos abiertos. Pienso: una casa, sol, un jardín, montañas, el río cerca. No hay infierno posible que pueda quitarme la felicidad si logro comprarme la casa.

Al día siguiente, estoy en la puerta con las llaves en la mano.

La casa es mía.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

El cuadro adormecido


por Ana Quiroga 

  

A un joven pintor le lleva dos años delinear la forma perfecta de una mujer imaginada. La mujer duerme la siesta en una hamaca de mimbre con un libro entre las manos. El libro, de tapas rojas y abierto a la mitad, está a punto de caerse de las piernas de la mujer. El vestido blanco, es decir, un pliegue del vestido blanco, no permite que el libro se caiga.

Por años, el cuadro queda a resguardo de miradas ajenas debido a la impopularidad del joven pintor que no frecuenta maestros ni círculos de bellas artes.

 

El joven pintor debe mudarse: el alquiler es muy caro para esas dos habitaciones atestadas de lienzos. Un robusto empleado de una empresa de transportes alza el cuadro en el aire: un vecino que lo ve, pega un grito, lo detiene.

Se sucede un breve escándalo en la calle.

El escándalo continúa en un juzgado.

El vecino, un ejecutivo de mediana edad, asegura que la mujer del cuadro es su esposa, no se trata (como en el libro de Edwards), de ninguna parte íntima de una mujer sin rostro, sino de la cara de su esposa, la idéntica actitud de su mujer –que ha desaparecido luego de una extraña enfermedad–, la nítida imagen de la reposera de mimbre en la que descansaba entre lecturas. El vecino aduce, en nombre de su pequeña de diez años que se ha quedado sin madre, que el joven pintor debe decir cuándo posó su mujer para él, cómo es que la conoce, si sabe dónde se encuentra.

El juez, el secretario del juzgado, tres abogadas, la empleada que escribe a máquina observan, cada tanto, extasiados, a la mujer del cuadro en medio de la sala. Da la impresión de que la mujer, que es bellísima, va a despertar en cualquier momento.

–Lo más curioso –le susurra el juez al secretario del juzgado– es que los ojos se me van hacia el libro a punto de caerse y casi no puedo quitar la mirada del pliegue del vestido por encima de la rodilla de esa mujer que me perturba aunque solo esté durmiendo.

 


El hecho es tan extraño que llama la atención de la prensa. Joven secuestrador pinta a la víctima antes de hacerla desaparecer. Artista perverso asesina a su amante y luego la inmortaliza. Aún no se ha encontrado el cadáver de la mujer que leía antes de ser asesinada. ¿Leía? ¿Dormía? ¿Y si acaso estaba muerta?

La imagen del cuadro deviene celebridad. Un experto crítico de arte reconoce, no sin cierto desdén, que el cuadro es magnífico.

El joven pintor no es hallado culpable de ninguna cosa, no aparecen las pruebas, no hay testigos ni evidencias salvo el inquietante parecido de la mujer que ya no está con la mujer que duerme en el cuadro.

 

 

El museo nacional organiza la primera muestra de cuadros del joven pintor que ha saltado a la fama por la puerta de atrás. Sus cuadros superan las expectativas de la crítica aunque la figura de la mujer que duerme es la obsesión del público.

El joven desdeña presentarse en la conferencia de prensa pero en silencio sabe que lo aplauden.

Durante tres meses, casi un tercio de la ciudad desfila por una sala iluminada por la belleza de la mujer del cuadro; las visitas hacen íntimas apuestas sobre si eran amantes, si la mujer está escondida en alguna parte, cómo es que ha abandonado a su hija –que ya tiene doce años–, y, asombrados de intriga, si el libro detenido por el pliegue del vestido no irá un día a caerse al piso, apenas la mujer se despierte.

 

 

Un millonario extranjero le ofrece al joven pintor comprarle el cuadro. El joven pintor huye de Buenos Aires y se va –como el cuadro– a Nueva York: van por caminos separados. El es un joven pintor aclamado y díscolo, con cuenta en dólares, y el cuadro va por carga ennoblecido por cuidados extremos y un seguro poderoso.

 

En Nueva York se repite el éxito: la historia de la mujer desaparecida lo precede y despierta ansias y sospechas. Una semana antes de que el cuadro sea retirado de la muestra que lo tiene por estrella, un viejo pintor danés acusa al joven pintor de plagio, lo desafía con altivez y hace traer, de una antigua tienda, lleno de polvo, un cuadro que de tan similar resulta ser el mismo, con fechas muy anteriores de elaboración y exhibición en una ignota galería en Copenhague.

De Nueva York el murmullo llega a Europa.

El pintor danés cuenta que un amigo en Odense, inspirado en la mujer de su cuadro, escribió una novela muy breve que narra la historia de un pintor sudamericano que huía con la mujer de un vecino y la pintaba antes de matarla. Con habilidad, el protagonista del libro, escondía el cuerpo de la mujer que había amado y con el tiempo, se casaba con la hija de ella, cuando la joven estaba por cumplir veinte años.

A Buenos Aires acuden los ecos de la tragedia.

 

 

El padre de la niña que ha cumplido dieciséis se embarca hacia Tokyo aceptando un puesto gerencial. Vigila a la hija día y noche. Es inútil que años después intente impedirle que visite al pintor latino que vive en las inmediaciones del río Meguro y cuya aureola de misterio, muerte y perversión lo ha vuelto fascinante entre los bohemios extranjeros.

La chica huye con él. Se casan. Ella tiene poco más de veinte años. El día de la boda, el libro se desliza por el pliegue del vestido y cae.

El cuadro, como la mujer, ha desaparecido.

martes, 14 de septiembre de 2021

Dejar de actuar

por Ana Quiroga

 

Y si me salgo de la obra, pensó Miranda, ¿y si renuncio? El taxi, a escasas cuadras del teatro, doblaba con lentitud, casi con altivez, con la prudencia de gestos que le exigían a las otras tres actrices. A ella no. De las cuatro, era a ella a la que le tocaba arrancarse las lágrimas, vociferar de angustia, gemir hasta estremecer al público, arrojarse al piso: vivir en la trastienda de la pobreza y el ridículo. ¿Y si yo…? ¿Y si acaso…? Ciertas noches intentaba esgrimir argumentos pero la mirada azul y piadosa del director la convencían para que volviera en silencio a ocupar su lugar.

Empezar de nuevo.

Miranda bajaba los ojos y descendía a los infiernos de su papel otorgado. ¿Y por qué ellas en cambio…? Pero las respuestas podían resultar tan dolorosas como las líneas que le habían asignado. ¿Nos ves que se operaron? ¿Nos ves con qué gracia son capaces de modular el tono de New York o de París? ¿Nos ves que son más altas, que mueven los brazos como si fueran espigas meciéndose en el viento? ¿Te has oído la voz, te has mirado la piel oscurecida, te has visto en el espejo?

Miranda no se había querido operar, se había negado a teñirse la melena, no quería ponerse ropa de vanguardia, no sabía fingir acentos nuevos; se lo tenía merecido.

Por favor, ¡algo de humor! había rogado alguna vez pero todos se dieron vuelta y no la vieron. No vieron a nadie, como si la voz hubiera aparecido sola entre bambalinas. Los demás siguieron hablando entre ellos hasta el día del estreno y los días que siguieron, un año tras otro, cada escena repetida, cada acto, cada risa de las otras, cada lágrima de Miranda, ella tan cerca de la promiscuidad del que fracasa.

¿Y si yo…? Ni se te ocurra, con lo bien que le está yendo a la obra, con el tiempo que lleva en cartelera. El taxi llegaba frente a la puerta del teatro, a la exacta hora convenida, y Miranda, como todas las veces, sacaba el pie del auto esperando un milagro, caminaba despacio hasta la puerta con sigilo, aguardando, se mordía los labios para despertarlos y pensaba en alguna idea nueva que le permitiera tener otra vida, inventarse otra historia, buscarse otro papel y, por qué no, dejar de actuar.

Pero nadie la entendía.