por Ana Quiroga
A un joven pintor
le lleva dos años delinear la forma perfecta de una mujer imaginada. La mujer
duerme la siesta en una hamaca de mimbre con un libro entre las manos. El
libro, de tapas rojas y abierto a la mitad, está a punto de caerse de las
piernas de la mujer. El vestido blanco, es decir, un pliegue del vestido
blanco, no permite que el libro se caiga.
Por años, el cuadro
queda a resguardo de miradas ajenas debido a la impopularidad del joven pintor
que no frecuenta maestros ni círculos de bellas artes.
El joven pintor
debe mudarse: el alquiler es muy caro para esas dos habitaciones atestadas de
lienzos. Un robusto empleado de una empresa de transportes alza el cuadro en el
aire: un vecino que lo ve, pega un grito, lo detiene.
Se sucede un
breve escándalo en la calle.
El escándalo
continúa en un juzgado.
El vecino, un
ejecutivo de mediana edad, asegura que la mujer del cuadro es su esposa, no se
trata (como en el libro de Edwards), de
ninguna parte íntima de una mujer sin rostro, sino de la cara de su esposa, la
idéntica actitud de su mujer –que ha desaparecido luego de una extraña
enfermedad–, la nítida imagen de la reposera de mimbre en la que descansaba
entre lecturas. El vecino aduce, en nombre de su pequeña de diez años que se ha
quedado sin madre, que el joven pintor debe decir cuándo posó su mujer para él,
cómo es que la conoce, si sabe dónde se encuentra.
El juez, el
secretario del juzgado, tres abogadas, la empleada que escribe a máquina
observan, cada tanto, extasiados, a la mujer del cuadro en medio de la sala. Da
la impresión de que la mujer, que es bellísima, va a despertar en cualquier
momento.
–Lo más curioso
–le susurra el juez al secretario del juzgado– es que los ojos se me van hacia
el libro a punto de caerse y casi no puedo quitar la mirada del pliegue del
vestido por encima de la rodilla de esa mujer que me perturba aunque solo esté
durmiendo.
El hecho es tan
extraño que llama la atención de la prensa. Joven secuestrador pinta a la
víctima antes de hacerla desaparecer. Artista perverso asesina a su amante y
luego la inmortaliza. Aún no se ha encontrado el cadáver de la mujer que leía
antes de ser asesinada. ¿Leía? ¿Dormía? ¿Y si acaso estaba muerta?
La imagen del
cuadro deviene celebridad. Un experto crítico de arte reconoce, no sin cierto
desdén, que el cuadro es magnífico.
El joven pintor
no es hallado culpable de ninguna cosa, no aparecen las pruebas, no hay
testigos ni evidencias salvo el inquietante parecido de la mujer que ya no está
con la mujer que duerme en el cuadro.
El museo nacional
organiza la primera muestra de cuadros del joven pintor que ha saltado a la
fama por la puerta de atrás. Sus cuadros superan las expectativas de la crítica
aunque la figura de la mujer que duerme es la obsesión del público.
El joven desdeña
presentarse en la conferencia de prensa pero en silencio sabe que lo aplauden.
Durante tres
meses, casi un tercio de la ciudad desfila por una sala iluminada por la
belleza de la mujer del cuadro; las visitas hacen íntimas apuestas sobre si
eran amantes, si la mujer está escondida en alguna parte, cómo es que ha
abandonado a su hija –que ya tiene doce años–, y, asombrados de intriga, si el
libro detenido por el pliegue del vestido no irá un día a caerse al piso,
apenas la mujer se despierte.
Un millonario
extranjero le ofrece al joven pintor comprarle el cuadro. El joven pintor huye
de Buenos Aires y se va –como el cuadro– a Nueva York: van por caminos
separados. El es un joven pintor aclamado y díscolo, con cuenta en dólares, y
el cuadro va por carga ennoblecido por cuidados extremos y un seguro poderoso.
En Nueva York se
repite el éxito: la historia de la mujer desaparecida lo precede y despierta
ansias y sospechas. Una semana antes de que el cuadro sea retirado de la
muestra que lo tiene por estrella, un viejo pintor danés acusa al joven pintor
de plagio, lo desafía con altivez y hace traer, de una antigua tienda, lleno de
polvo, un cuadro que de tan similar resulta ser el mismo, con fechas muy
anteriores de elaboración y exhibición en una ignota galería en Copenhague.
De Nueva York el
murmullo llega a Europa.
El pintor danés
cuenta que un amigo en Odense, inspirado en la mujer de su cuadro, escribió una
novela muy breve que narra la historia de un pintor sudamericano que huía con
la mujer de un vecino y la pintaba antes de matarla. Con habilidad, el
protagonista del libro, escondía el cuerpo de la mujer que había amado y con el
tiempo, se casaba con la hija de ella, cuando la joven estaba por cumplir
veinte años.
A Buenos Aires
acuden los ecos de la tragedia.
El padre de la
niña –que ha cumplido dieciséis– se embarca hacia Tokyo aceptando un puesto gerencial. Vigila
a la hija día y noche. Es inútil que años después intente impedirle que visite
al pintor latino que vive en las inmediaciones del río Meguro y cuya aureola de
misterio, muerte y perversión lo ha vuelto fascinante entre los bohemios
extranjeros.
La chica huye con
él. Se casan. Ella tiene poco más de veinte años. El día de la boda, el libro
se desliza por el pliegue del vestido y cae.
El cuadro, como
la mujer, ha desaparecido.