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martes, 11 de septiembre de 2007

Otro día difícil, por Ana Quiroga

Ni bien abrió los ojos, el sonido de un bip repetido en otra sala atrajo a una muchacha rubia que daba la impresión de llevar cara de dormida. María giró con esfuerzo la cabeza hacia las leves cortinas desde donde se oía el rumor de una calle. La imagen nítida del tramo más alto del Obelisco volvió a despertarle una vaga sospecha; los pies le temblaron. La muchacha rubia le dijo dos palabras. María pensó en preguntarle la hora, quizá la fecha, pero su boca la traicionó:
- ¿Qué fue?
- Cálmese, señora - la palabra “señora” había sonado como una falsedad dicha para un supuesto público detrás de algún micrófono.

Se concentró en tratar de cerrar a la vez los dedos de ambas manos, pero los de la izquierda, más hinchada que la otra, respondieron con más lentitud. Alguien le habría cortado las uñas; los pliegues de su mano derecha le parecieron sedosos y suaves, como si los hubiesen frotado con aceite. Volvió a mirar hacia el Obelisco, fijó la atención en esa única ventana, un agujero oscuro acusador.
La aterraba no sentir su cuerpo; era imposible que no le dolieran las caderas. Su mirada fue de la lámpara hacia el extremo de su cama, desde donde colgaban unos cables y la manguerita del suero. Lo más importante era no dejarse vencer y ni por un instante mirar a los ojos aquella cosa rubia.
- Es hora de que él venga.
María era perfectamente consciente de que los otros le seguían el juego. Que él apareciera, siempre fresco, amándola con la intensidad de los tiempos remotos, lo probaba. No podía ser que fuera así de fácil. Ella lo sugería y él estaba ahí.
La puerta se abrió con timidez. Detrás de ella, apareció el pelo de él, luego la cara, el ramo de flores, el resto del cuerpo. Y entonces María, desaparecido el objeto rubio tras la puerta, volvía a creer en que sería posible escapar. Pero debía ser absolutamente prudente; quizá éste fuera el falso Esteban.
- ¡Amor! - él le había besado los ojos. ¿Por qué no la besaba en la boca?
- Besame en la boca - y él le había dado un largo, apasionado beso. Pero él jamás la había besado en la boca fuera de la intimidad de su casa.
- ¿Qué fue?
- Otro varón.
- ¡Ah!
Qué arrepentida estaba de haberle hecho la pregunta. ¿De qué le serviría ese dato que bien podía ser otra simulación? Lo importante era detenerse ahí, no continuar. Ya otras veces, ansiosa por llevar en brazos el hijo recién parido, se había excedido y no habían terminado bien las cosas. ¿Cómo saber si éste era el Esteban real? Las manos de ella habían buscado con desesperación el roce de las manos de él. Las notaba extrañas, un poco ásperas; quizá el aceite cumplía esa función de alterarle el tacto. Manos ásperas de robot acariciadas con aceite y transpiración. El suero la hacía transpirar muchísimo.
- ¿Cuántos van? - lo miró a los ojos. No podía contenerse: - ¿Cuántos hijos tuve? ¿Es verdad que ya son más de cien? Esteban, te lo ruego - una lágrima estaba por desprenderse de la pupila. Rápido, antes de que pudieran sonar los sensores, aspiró hondo; la lágrima fue desvaneciéndose en una sonrisa. El había terminado de acomodar las flores, no había alcanzado a advertir la falta. Este era el falso Esteban, no cabía dudas. María se reclinó hacia atrás sobre la almohada, cerró los ojos. Recordó una conversación entre quienes manipulaban su cuerpo bajo la anestesia. No podía recordar con exactitud qué habían dicho, excepto aquella cifra, más de cien, más de cien hijos, qué epopeya.
- ¿Por qué yo?, Esteban, decime, ¿por qué precisamente a mí? No doy más.
- Amor, no te pongas así. Es lo más hermoso del mundo, tener un hijo es lo más hermoso del mundo. No sabés cómo te envidio, amor.
Y le había dado otro beso en la boca, el paladar reseco de medicamentos, una baba densa en la garganta que no le había permitido disfrutar el beso de Esteban, el anhelado beso del verdadero Esteban. Pero Esteban le volvía a comentar por tercera vez la dificultad para conseguir las flores, que ya no había más que un par de viveros en toda la ciudad y que le habían salido carísimas, casi un millón de obeliscos.
- Esteban, jurame - dijo ella de pronto como si hubiese encontrado, por fin, la forma de saberlo - jurame que la ventanita del Obelisco siempre tuvo esa forma.
- Sí, sí, claro - y entonces Esteban se alejó apenas de la cama y miró hacia atrás y un bip se activó e inmediatamente entró la mujer rubia.
- Cálmese, señora.
La cosa rubia no se sonrojaba; ninguno de esos aparatos que aparentaba ser humano se sonrojaba. Por eso la necesitaban a ella, para que siguiera fabricando personas. Había sido la forma más sencilla de volver a crear humanos. Después del gran bombardeo, encontraron pocas mujeres dispuestas a la maternidad entre las escasas que se habían resistido a la moda de la desfertilización, una costumbre altamente expandida entre la especie femenina junto a la operación de mamas y a la extracción de la última costilla.
María trató de aferrarse a un recuerdo de la infancia para no perder la cordura. Recordó las montañas del pueblo en el que había nacido. Se figuró que, en algún momento, la dejarían en paz. Quizá hasta podrían premiarla por el trabajo realizado. Cerró los ojos. Afuera de la nave, que giraba a muy baja velocidad por la órbita de Venus, nadie habría sabido decirle si, en algún lugar del universo, quedaba en pie siquiera una montaña.