Tales escenarios propician el clima de extrañeza, las vueltas de tuerca capaces de sumergir al lector en desenlaces inesperados e inclusive siniestros. Así, un encuentro en el subte con un exhibicionista revela a una muchacha el grosero machismo de su novio, pero la cosa -claro está- no queda allí... Igualmente imprevisible es el destino que acecha a un abogado recién recibido, y que a punto de dejar para siempre su finca de campo recibe, por vía de un peón agradecido, la profecía de su desgracia. Y qué decir del patético empleado que, soterrado en el sótano menos explorado de una gran empresa, debe archivar informes casi infinitos; hasta que comete –¿por qué?– un acto insólitamente diferente...
Lo diferente es, en manos de Ana Quiroga, la fisura por donde se cuela una revelación -¿erótica, cruel?- que puede llevar a la aceptación, sin explicaciones claras, de una dicha mediocre pero posible. Se da, también, que una mujer esconda su infidelidad en una suerte de revancha que semeja un juego de cajas chinas, y otra descubra por azar que su esposo participa de una atroz conspiración en su contra. Sin explicación, tampoco. Después, ya nada será lo que era. O parecía ser.
La acumulación de papeles de toda clase, abrumadores o dispersos, y las travesías por baldíos suburbanos, parecerían sugerir en esta autora otros laberintos: aquellos que hilvanan los precarios hilos de la vida personal y de los lazos de pareja, entrecruzándose con sutil angustia en andas de un estilo narrativo tan sobrio como intenso.
La soledad, y también la tragedia, palpitan asimismo en los cuentos más breves de Ana Quiroga: El corralón es una brevísima y cuasi borgiana joya del horror.
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