feo. Eso pensó María Laura ni bien lo vio. Si ella tuviera hijos serían hermosos, no como éste.
Ya le dio de comer dos veces y le cambió los pañales. Tiene moretones y heridas de quemadura de cigarrillo. "Lo de siempre", le había dicho su amiga, dándole un frasco con gotitas y una crema. Ya lo ha bañado y el bebé se ha dormido en sus brazos. Se resiste a dejarlo sobre la cuna improvisada en los sillones. Quiere tenerlo un rato más. La jefa de enfermeras permite estos cuidados furtivos.
Su amiga médica ya está acostumbrada, pero para ella es la primera vez. María Laura estudia violín desde los nueve años. Conoce Alemania, Holanda y Bélgica. Cada octubre viaja a Filadelfia y ejecuta música de cámara. Hace tiempo que ha decidido no casarse ni tener hijos. En cambio, su amiga no puede quedar embarazada. Este fin de semana es su tercer aniversario de bodas, y el marido no le ha permitido aplazar el festejo por el bebé.
María Laura se pregunta si una mujer sola podría hacerse cargo de una adopción. Qué pasaría con el violín. Cuando su amiga se casó, ella acababa de cumplir los treinta, todavía salía con Emiliano; se pelearon muy poco tiempo después.
El bebé huele a la colonia que su amiga dejó sobre la mesa. María Laura también se perfumó las manos, el cuello, la punta de la nariz. Ella y el bebé huelen igual. Había planeado ensayar todo el fin de semana, ahora no quiere perderse la cara del bebé cuando despierte, sus ojos negros, brillantes. Y tristes. Una tristeza que ella tan bien conoce.
Publicado en Dormir juntos una noche, Ciudad de Lectores, Buenos Aires, 2002.