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lunes, 30 de abril de 2007

Un alma perdida, por Ana Quiroga

Seis años antes de que algunas de las ocho hijas del Cacique Shayhueque, en 1892, pisaran suelo genovés, en el aniversario del IV Centenario del Descubrimiento de América, y de que Europa se viera conmovida por el arribo de tan pintorescos e inofensivos caníbales conversos, y de que esas bellezas adolescentes fueran enfrentadas a la muchedumbre voraz y exhibidas antes los reyes Humberto y Margarita y el papa León XIII, una de las esposas del Cacique, que no aceptó la monogamia hasta el final, la más joven esposa
Shayhueque, dio a luz a una pequeña de ojos claros. La joven madre, Rebautizada por los salesianos como María Dolores, vio con extraña pena que su hija no se le parecía. Recordó las palabras que en lengua tehuelche su madre había utilizado para describir aquel hombre montado en caballos oscuros de ropa con botones que enceguecían. Y pensó que ese hombre habría traído el maleficio y que ella no quería para esta criatura que acababa de nacer, el mismo humillante destino del que ella era testigo. Las princesas tehuelches ya no tienen honores y deben renunciar a la pintura en la cara, a los collares largos, a los brazaletes y a la elegancia de un nombre. Todavía no se han desatado los finales de la guerra, la prisión y el abuso pero María Dolores, madre primeriza, sabe a qué expone a su hija. Por la noche, encendido el fuego en la toldería, todavía acostada sobre unas pajas, estrangula a su criatura. El padre Beauvoir relata el hecho entre tantas otras aberraciones indígenas: tuvimos que quitarle el cadáver para que no lo prendiera fuego y pudiera ser enterrado como Dios manda. No alcanzamos a bautizarla y el dolor de esa alma perdida afligía nuestros corazones cristianos.


Publicado en El poeta que sangra, Ciudad de Lectores, Buenos Aires, 2004.